LA AUTORIDAD DEL PAPADO

La Iglesia Católica Romana, que reclama el título de Iglesia verdadera, admite una jerarquía de forma piramidal, en donde ha puesto al Papa en la cumbre, porque lo ha considerado el vicario de Jesucristo y el sucesor de Pedro,[1] es decir que para ellos este personaje es como un tipo de sustituto de Jesucristo en la tierra, con el derecho apostólico sucedido desde Pedro que le da las llaves del Reino para salvar o condenar a las personas, lo cual es una enseñanza que es completamente contraria a las Sagradas Escrituras, aceptarla es rebelarse en contra de la sana doctrina.

La Historia de la Iglesia enseña desde diferentes documentos que a los primeros obispos se les solía llamar Papas, porque eran como los padres de las iglesias locales que cuidaban al rebaño en su salud espiritual, este no era un nombre designado solo a unos lideres eclesiales, sino a todo obispo.  Ahora, nos podemos preguntar, ¿Por qué hoy día hay tanta confusión sobre este término? Bueno, la Iglesia católica romana a través de los años fue adquiriendo mayor poder, lo que le confirió un estatus cada vez más alto al obispo de la ciudad, convirtiéndolo en un imponente líder que no solo reclamaba un poder eclesial sino también uno social, económico y político. Desde el acuerdo de León I con Atila, el líder bárbaro de los Hunos, el poder del obispo de Roma fue inclinándose cada vez más hacia el de un emperador, lo que condujo a que muchos de ellos se autoproclamaran gobernantes supremos.

Los Papas, fue un nombre que se fue volviendo exclusivo de los obispos de Roma, y así era que muchos de estos obispos se reconocían ante los demás obispos llamándoles hijos o hijitos. En la Edad Media la corrupción del obispado de Roma llegó a ser tan grande que sus obispos empezaron a ser elegidos por el pueblo, los cardenales o los emperadores a través de la conveniencia o la simonía, una forma de comprar cargos, porque muchos deseaban este puesto que había adquirido una autoridad en el imperio occidental tan fuerte que no solo se veían a la par con los emperadores sino en algunos casos como superiores a ellos. Un claro ejemplo de lo anterior fue el caso de Inocencio III.

Inocencio III fue nombrado como nuevo Papa a la edad de treinta y siete años, sucediendo a varios Papas que habían cedido a la corrupción, por lo que su carácter autócrata, áspero y estricto le dio una gran aceptación del pueblo y de los emperadores, confiriéndole derechos que fue reclamando y que le llevaron a ser considerado el Papa más poderoso de la Edad media[2]. Inocencio III creía que el Papa tenía autoridad sobre todo gobernante o emperador, por eso dijo: “la potestad real recibe de la autoridad pontificia el brillo de su dignidad”.[3]

Inocencio III no solo se creía un gobernante con mayor autoridad que los emperadores, sino que en su gobierno nombró a Otón, como emperador de Alemania, a quien luego depuso porque estaba empezando a controlar territorios papales, y lo reemplazó por el joven Federico, puesto que como “vicario de Jesucristo” creía tener el derecho de poner y quitar reyes. En Francia Inocencio III también hizo valer su autoridad sobre uno de los reyes más poderosos de la tierra, Felipe Augusto, interviniendo en su vida matrimonial para que volviera con la mujer que había despreciado y este rey le obedeció. En Inglaterra Juan Sin Tierra hizo de todo su reino un feudo del papado. En España, Pedro el Católico se declaró vasallo del Papa, e hizo de todo su reino de Aragón un feudo papal, de esta manera Inocencio III alcanzó su pretensión de control total. En su gobierno su autoridad se extendió a Constantinopla, ciudad recuperada a través de la cuarta cruzada, se establecieron las órdenes de los franciscanos y los dominicos, y en 1215 se realizó el IV Concilio Laterano en el que decretó la inquisición episcopal, donde los obispos debían investigar alguna herejía para exterminarla de inmediato, promulgó la confesión de pecados por lo menos una vez al año, por lo que muchos empezaron a creer que el papa estaba por encima de los hombres, pero por debajo de Dios, de quien decían: a todos juzga pero nadie lo juzga.[4] Este hombre promovió la diosificación de la figura del Papa, entronándolo en la cima de la pirámide jerárquica, como si fuera un tipo de juez que esta sobre todos para juzgar, esto dio paso a la libre corrupción del papado que no daba cuentas a nadie.

Los Papas que siguieron fueron aumentando en poder, pero también en corrupción y en soberbia, por ejemplo Bonifacio VIII en su bula Unam Sanctam promulgo este decreto “es de absoluta necesidad para la salvación que todas las criaturas humanas estén bajo el pontífice romano”.[5] Las anteriores declaraciones dieron fácil entrada a las indulgencias, entre otras falacias, que el mismo Pedro había advertido que harían estos falsos maestros: “y por avaricia harán mercadería de vosotros con palabras fingidas” (2 Pedro 2: 3). Para la Iglesia de hoy conocer este hecho es importante para no caer en el engaño de los falsos maestros.

Inocencio III procuró alcanzar el ideal de una cristiandad unida bajo un solo pastor, el Papa,[6] uno que muchos de sus predecesores también buscaron, uno que niega a Jesucristo como la verdadera Cabeza de la Iglesia, prefiriendo irse tras el orgullo, la sensualidad y el engaño del placer carnal. Pero las Escrituras enseñan claramente que la cabeza de la Iglesia es solamente Jesucristo (Efesios 5: 23, Col. 1: 15-18) y que no hay sucesión apostólica, porque el Señor solo escogió a doce como sus apóstoles (Lc 6: 13, Hch 1: 12-25, 1 Co. 15: 7-8).

La Iglesia, el cuerpo de Jesucristo, todos los creyentes, quienes aunque han sido regenerados, mientras estén en esta vida enfrentaran caídas, se equivocaran, por lo que, como decía Francis Simons, obispo católico de Indore, es un grave error atribuirle al Papa y a la Iglesia infalibilidad, porque solo la Palabra de Dios es infalible.[7] Por lo anterior, aunque para la Iglesia católica ha tenido un gran impacto la creencia de la autoridad Papal, para nosotros, como verdadera Iglesia, adheridos al cuerpo de Jesucristo, por la gracia de Dios, no hay autoridad legítima de la figura que se ha creado alrededor del Papa, por lo que debemos rechazar la creencia de la autoridad Papal como la de cualquier otra autoridad humana que pretenda estar en el mismo nivel de autoridad que nuestro Señor Jesucristo y Su Palabra.

La tradición patrística deja muchas enseñanzas que los Reformadores como Wycliffe (“la estrella de la mañana”), Jan Huss, Martin Lutero, Juan Calvino, entre otros, procuraron escuchar con atención y fue esencialmente la fidelidad a las Escrituras. La Confesión Belga aceptó 3 credos que se dieron en tiempos de la época patrísticas (los padres de la Iglesia) los cuales fueron: de los apóstoles, niceno y de Atanasio, cada uno de ellos con una enriquecida doctrina bíblica. Aunque el primer concilio generó muchos problemas, principalmente por la comprensión de algunos términos como Hipostasis y Homoosius para referirse a la misma naturaleza de Jesucristo en comparación al Padre, en los concilios fueron aclarándose cada vez mejor estos conceptos para poder también tener cuidado de las herejías y apartarse del error.

Según muchos historiadores el siglo V marca un antes y un después en la historia no solo de la humanidad en general sino también del cristianismo, porque fue el siglo de la caída del gran imperio Romano, específicamente en su dominio oriental, por mano de los barbaros y los vándalos, quienes introdujeron doctrinas que se habían rechazado por ser heréticas como el arrianismo, y el latín en la Roma occidental se convierte lentamente en la lengua oficial. Dos siglos después, es decir en el siglo VII, nace un hombre llamado Mahoma que haciéndose llamar profeta crea una nueva religión que crece de manera rápida y violenta, la cual sigue siendo conocida hoy en día como la religión del islam.








[1] Francisco Lacueva, Curso de formación teológica evangélica V.8 (Barcelona, España: CLIE, 1972), 36

[2] Justo González, Historia del cristianismo: obra completa (USA: Unilit, 2009), 450

[3] Ibid., 450

[4] Ibid., 450-453

[5] Ibid., 453

[6] Ibid., 452

[7] Francisco Lacueva, Curso de formación teológica evangélica V.8 (Barcelona, España: CLIE, 1972), 39

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